La verdad es que no: no me gusta la poesía. Que Arthur Rimbaud sea una de mis figuras literarias favoritas se debe a su persona, a la actitud de rebeldía juvenil y humana que lo convirtió en uno de los emblemas del anarquismo, y no a su trabajo. Tolero —y uso el verbo sin ínfulas, únicamente porque es el preciso— la poesía de Cortázar y de Sor Juana por su sencillez y su falta de solemnidad, pero no soporto la actitud ridícula, digna de cliché, que suele envolver a la mayoría de los poetas, especialmente a los modernos. La poesía me llega, en todo caso, cuando se acerca más a los modos narrativos literarios (The raven, de Poe), no cuando se pierde en conceptos inconexos y sin motivo, que funcionan únicamente como vehículo de onanismo esnob para quien lo escribe y da a conocer, para quien espera fascinación babosa de parte de ciertos círculos.
Que no me guste la poesía es, también, muestra de mi falta de sensibilidad ante las artes y mi incapacidad por comprender más allá de lo ya masticado. O quizá no, pero prefiero argumentar eso ante cualquier posible crítica por mi mundano disgusto por aquello que, casi siempre, sólo tiene forma para quien lo escribe.