domingo, 1 de abril de 2012

Sin gusto por la poesía

Hoy, mientras me encontraba sentado en una de las bancas del centro de Coyoacán junto a una amiga, nos abordó un señor con una carpeta en mano y, muy educadamente, nos preguntó si queríamos que nos leyera alguno de sus poemas. Durante tres segundos, mi mente hirvió pensando en la respuesta a la pregunta, mientras mi amiga entraba en un estado de indecisión frente a la situación. "No, gracias. La verdad es que no me gusta la poesía", terminé respondiendo con toda sinceridad. Retirado el hombre, quien agradeció con la misma educación la respuesta, mi amiga me comentó: "La verdad es que a mí tampoco me gusta, aunque a mi hermano sí. Y así anduvo Neruda, por cierto".

La verdad es que no: no me gusta la poesía. Que Arthur Rimbaud sea una de mis figuras literarias favoritas se debe a su persona, a la actitud de rebeldía juvenil y humana que lo convirtió en uno de los emblemas del anarquismo, y no a su trabajo. Tolero —y uso el verbo sin ínfulas, únicamente porque es el preciso— la poesía de Cortázar y de Sor Juana por su sencillez y su falta de solemnidad, pero no soporto la actitud ridícula, digna de cliché, que suele envolver a la mayoría de los poetas, especialmente a los modernos. La poesía me llega, en todo caso, cuando se acerca más a los modos narrativos literarios (The raven, de Poe), no cuando se pierde en conceptos inconexos y sin motivo, que funcionan únicamente como vehículo de onanismo esnob para quien lo escribe y da a conocer, para quien espera fascinación babosa de parte de ciertos círculos.

Que no me guste la poesía es, también, muestra de mi falta de sensibilidad ante las artes y mi incapacidad por comprender más allá de lo ya masticado. O quizá no, pero prefiero argumentar eso ante cualquier posible crítica por mi mundano disgusto por aquello que, casi siempre, sólo tiene forma para quien lo escribe.