domingo, 4 de septiembre de 2011

It's all about the eyes

Llegué a una conclusión la semana pasada: toda mi vida voy a ser gordo. Fue algo que súbitamente se concretó como una certeza en mi mente al pensar en la enésima dieta o rutina de ejercicio. "No me gusta el ejercicio y me gusta mucho comer, así que nunca seré delgado", me dije, y puse un punto final al asunto.

La cuestión del físico es un eterno debate en nuestra sociedad. Una cosa es segura: a todos nos importa. Quizá el cliché de que aquellas personas a las que dicen no les interesa es a las que más les interesa, pues creo que en verdad hay gente a la que no le interesa en demasía, pero en el fondo sí desean verse de tal o cual modo. Pero sí, el asunto de la apariencia física —porque la salud importa un carajo— es tan vital en nuestra sociedad, sobre todo en los niños y los adolescentes, que se pierde la perspectiva sobre cosas importantes y, sobre todo, sobre el modo de valorar a las personas y empatizar con ellos a un nivel profundo.

En mi caso, la cuestión quedó zanjada, como ya lo dije, la semana pasada. Una parte de mí me dijo que era una actitud lamentable, pues estaba entregándome a una vida carente de moderación y disciplina, todo en aras de la pereza y la gula. Otra parte me reconfortó, pues se alegró de que por fin haya aceptado un hecho inevitable para una persona como yo y porque me despojó de preocupaciones y sentimientos negativos inherentes al cuidado estético —porque insisto, en estos menesteres lo que impera es la apariencia y no la salud— y a una vida (sic) de actividades indeseables y de simplemente no ser yo.

El ejercicio, por ejemplo. En mi vida he ido tres veces a un gimnasio con intención de iniciar un programa de ejercicio, una rutina. Voy una semana, dos, tres, cuatro a lo mucho. Después empiezo a hartarme, a encontrar vacío todo y a ver que aquello no da resultado. La quinta semana ya veo mis intereses muy afectados: paso las horas en el gimnasio pensando en los libros que no estoy leyendo, en los videojuegos que no estoy jugando, en los cómics que no estoy apreciando o en cuentos e historias que no estoy escribiendo. Finalmente caigo en cuenta de que paso todo el día ahí haciendo movimientos mecánicos mientras ardo en deseos de estar en otro lugar y decido terminar con ello. No quiero estar ahí en verdad, no tengo necesidad de estar ahí.

Con la dieta es algo parecido, aunque concedo la razón a que una dieta sí debe ser una obligación, por más que no me guste. Pero el asunto navega en las mismas aguas: inicio con todo el ímpetu de lograr algo y eventualmente me doy cuenta de que esto no es lo mío, que me gusta comer y que no dispongo de la paciencia ni el tiempo para planear momentos específicos para comer o ser selectivo en ellas.

La declaración personal surgió, sin embargo, no por mi repulsión a ejercicio a dieta, sino a algo más simple: una sonrisa. Una persona con la que salí, con la que me divertí mucho y con la que me sentí muy bien. Hubo en momento en donde me di cuenta de que a esa persona no es que no le importara mi físico, sino que, al contrario, le importaba mucho. Le gustaba cómo soy, con todo eso tan alejado de lo que la construcción moderna de la belleza dicta. Me sonrojé, pues más que sentirme halagado, me sentí sumamente estúpido. Otra cosa noté: él tampoco era un estereotipo de belleza y aun así me provocaba muchas cosas. Me agradó lo que miraba, me agradó a quién miraba.

Y comprendí lo más elemental del mundo: todo está en los ojos de quien mira. O en su corazón, no sé. Y también comprendí que siempre habrá alguien con los ojos específicos para ti, y que ese alguien no tiene que ser sólo una persona ni tiene que ser alguien raro o "feo". Siendo conscientes de la gama de parafilias del ser humano, no queda de otra.

Admito que me gustó darme cuenta de todo esto. Creo que aprendí a amar mejor.