miércoles, 19 de septiembre de 2012

Fallar

Recientemente me ha rondado en la cabeza cierta preocupación, en la que no ahondaré acá tanto porque no escribo mucho aquí como porque es algo sumamente personal, me ha hecho replantearme por enésima vez muchísimas cosas. Esta preocupación, no obstante, me parece una de las más serias y fuertes que me hayan aquejado en años, y las cuestiones que me ha hecho replantearme no son de dinero, laborales ni ninguna del tipo "qué haré con mi vida de aquí en adelante", sino de un tipo de las que nunca había tenido antes: el sentimiento de haberle fallado a alguien.

Específicamente a mi madre, claro (y disculparán la ñoñez, pero si he tenido una figura fuerte y de apoyo en estos meses difíciles ha sido ella). Dados los años y el tipo de relación que hemos tenido, nunca desarrollé un sentimiento de responsabilidad con mi madre ni con mi familia en general, lo cual se extendió eventualmente a cualquier amigo, compañero o conocido. 

La cuestión se dio por varias razones: por ego, principalmente; porque nunca nadie me exigió nada y porque nunca me he propuesto metas que me apasionen, más allá de las protocolarias y propias de la vida burguesa. No sé a dónde quiero ir y nadie se interesa por ello, así que no desarrollo un compromiso con nadie. No se espera más de mí que aprobar en la escuela, conseguir un trabajo y casarme (bueno, al menos cierta parte de mi familia...), y como esas cosas son por default, en realidad no siento que nadie espere de mí.

Hace unas semanas, sin embargo, me ocurrió algo que destruyó la percepción de seguridad de mi vida, que, con una dosis alta de paranoia, me hizo ver cerca la posibilidad de morir. Me tuvo consternado por más de una semana, vislumbrando varios escenarios de acción drásticos en los que debía tomar decisiones fuertes. Y me encontré con algo curioso: no pensé en mí. Digo, sí pensé en mí, pero mi prioridad pasó, eventualmente, a pensar en mi madre. Pensé por primera vez en fallarle a alguien que me quería, en no cumplir las expectativas que se tenían de mí y en cuánto eso podría lastimar a esa persona. Imaginármela llorando, decepcionada, preguntándose en qué había fallado o qué había hecho mal (como buena madre católica mexicana) me detuvo mientras caminaba y me dejó hecho piedra por casi un minuto. Fue una culpa que nunca había sentido y ante la cual no supe cómo actuar, pues, en el escenario en mi mente, no había nada que pudiera hacerse: había caído a un punto muy bajo frente a mi mamá y no podía decir ni hacer nada que valiera la pena.

Después caminé, llegué a casa y hablé con mi mamá. Nos vimos por la cámara. Platicamos de muchas cosas, de cómo estaba la familia allá y de cómo me iba a mí. Me disculpé por no hablarle en estos últimos días, y me pidió de favor que no hiciera eso pues se preocupaba mucho por mí. Hablamos de todo pero nunca pensé en siquiera sugerir el tema. Platiqué con mi hermana también, lo cual fue bueno. Finalmente, me despedí de mi madre deseándole buenas noches. Le di las gracias por todo.